Todo para nada.
Estaba sola, sola en aquella casa enorme y silenciosa, sola mientras veía crecer aburrida, desesperadamente las arrugas a ambos lados de sus ojos. Nunca llegaría a renacer de un fracaso tan completo, saber que sus cabellos rojizos se antojaban grises, que la piel de sus manos era áspera y ya no sabía acariciar sin hacer daño, reconocer, como decía aquel tango, su frente marchita.
A medio camino entre la euforia y la anestesia, con carcajadas aisladas, exageradas y furiosas que resonaban en los rincones vacíos, con silencios, con hastío, con llantos desgarradores intercalados con palabras sin sentido.
Se apoyaba cansada en la gran ventana que daba al jardín. Cansada de mirar, de esperar tras los cristales. Tan avasalladora era la potencia del recuerdo que lograba hacer de carne y hueso a tres niños que corrían detrás de una pelota roja. Con idénticos rizos caoba. Con insultantes ojos verdosos. Manchados, marcados por un algo tan abstracto pero tan evidente que hasta un ciego hubiese asegurado que se trataba de sus hijos.
Entonces, ante su mirada atenta, alguno se caía y su rodilla rebosaba sangre, y ella golpeaba con los puños los cristales hasta ver correr la misma sangre por sus nudillos, y después… corría a ayudarle, buscaba la puerta principal para atravesar en grandes zancadas el prado y comprobar que (una vez más) no había nada, o peor, no había nadie.
Cada tarde hacía el mismo descubrimiento falso y cada tarde el final era el mismo: terminaba sentaba, absurda, sobre la hierba y sus pupilas recogían entonces lo único que había sido real, una pelota pinchada que en otro tiempo fue roja y que reposaba, exhausta, en un claro del césped.
Malditos fantasmas…
Al contrario de lo que pueda parecer, Ella no era mujer de las que basan sus satisfacciones en el pastel de chocolate que preparan a sus hijos. Ella nunca encontró la paz tendiendo sábanas blancas en mañanas tibias ni dejó descubierta su espalda para legar más manta al hombre que dormía a su lado.
Ella, un torrente de elegancia, de ambiciones, de exigencias. Una seductora inalcanzable en potencia. Él la vio, y desde entonces no pudo dejar de mirarla. La consiguió, como lo conseguía todo, y se la clavó en el pecho como una medalla. En realidad nunca la amó, se limitó a desearla. Pero el deseo se deshizo igual que el cigarro en la última calada aquella primera vez que se acostumbró a tenerla en su cama. Ella se colgó de su poder y de su cuenta bancaria.
Y así, en un infinito paréntesis de noches mirando a un techo sin estrellas, fue transcurriendo la vida. Ésa no era la que ella quería, la que se había afanado tanto en conquistar. Se sentía ignorada, obviada, como un objeto más de aquella casa tan sublime a las afueras de la ciudad. No podía permitirlo. Ella era una de esas personas que nacen para ser contempladas, por sus respuestas, sus formas, su irrevocable encanto que gritaba dosificado desde cada poro de su piel. Con el mundo que le habían diseñado sin preguntarle ni una vez no sólo coartaban su libertad, sino que negaban su naturaleza, la condenaban a convertirse en lo contrario de lo que soñó. No era más que una muñeca gastada que ya no tenía siquiera ante quién aparentar. Las fiestas, los amigos, el caviar… eran tan sólo la estela de otro tiempo, el de la ilusión, las sonrisas con boca y ojos, los vestidos de pedrería, los jugosos labios rojos. Ya no había nada que celebrar, y empezó a narcotizar sus tardes, tan joven, tan fría, tan muerta en vida, con las botellas sobrantes del vino más caro del mercado.
En sus horas no quedaba más que eso: sangre seca, cicatrices y recuerdos. Aderezados con ramalazos de depresión, deseos reprimidos, instintos suicidas, egocéntricos celos.
En resumidas cuentas, aquel hombre no pudo escoger mejor momento para hacer sentir su golpe de efecto. Atractivo, ambicioso, inteligente, persuasivo. Alguien con quien hablar de estrategias de negocios, pero también de literatura y Dios. Sin escrúpulos, arrollador, adictivo. Apasionado, atento, selectivo.
Juntos eran una bomba de relojería, una manera de emoción, fuera de la imaginación, fuera de los diccionarios. Pasa tan pocas veces… es una conexión. ¿Amor? qué va, algo más fuerte que eso. Más sucio, más ferviente, más extremo. Todos los días eran el día antes del fin del mundo. Cuando vives, con mayúsculas, no necesitas promesas… y menos, pensar en frío.
Nadie se explica cómo no lo notó el marido aquella madrugada de sábado, a apenas tres asientos del amante de su esposa en un pub perdido y solitario de inmensas cristaleras…
-¿Me quieres?- preguntó ella, o más bien reclamó.
-Claro -respondió, aburrido, como quien dice "son las cinco de la mañana". No era capaz ya ni de mirarla a la cara.
A la pelirroja le tembló por un instante la copa desbordada de whisky entre sus huesudos dedos, pero recordó que durante años había tenido algo mucho más difícil de rellenar dentro, y prosiguió:
-Imagínate algo, ¿de acuerdo, cielo? Imagina que el tiempo retrocede veinte años. Imagínanos a ti y a mí en esta misma situación. No te estoy pidiendo tanto… en realidad se trata de un recuerdo...
-¿Ah, sí? ¿Hemos estado aquí antes?- levantó la ceja sinceramente sorprendido.
-Exactamente aquí. Exactamente en estos asientos y exactamente con las mismas copas entre las manos. Qué ironía, ¿verdad? Aún te pides ese licor…
-No lo...
-Todo es tan exacto que resulta un poco macabro- interrumpió, graduando, volviendo susurro su voz- fíjate, hasta el caballero que nos sirve es el mismo. Sí, es cierto, ahora con pelo cano y surcos en la piel, pero es él. Mírame. Mírate. ¿Qué piensas?
-Que nos conservamos bien- bromeó Él, amargamente.
-¿Eso crees?- resonó, irónica, su carcajada- ¿Te conformas con conservar? Yo prefiero ser. Te diré algo, cariño. Me das pena. Esforzándote infructuosamente en retener algo que nunca has sido. Déjalo ya… ¿no? Nos lo vendiste muy bien, jamás me atrevería a negártelo. Y cuando digo nos no me refiero al resto y a mí, sino a ti y a mí. Pero tu mapa del paraíso resultó ser falso. Qué estúpida. Puede que en el fondo me dé más pena yo misma. Cuarenta años y los brazos y las piernas cruzadas sentada al lado de un tipo incapaz de recordar dónde me pidió matrimonio.
-¿A qué viene todo esto?- inquirió abrumado, aunque en realidad no le importaba en absoluto. Llevaba dos décadas sin escucharla.
El amante los observaba a una distancia prudencial, excitado. Sus voces resonaban en aquel escenario tétrico e inquietantemente simétrico al de veinte años atrás… sólo cuatro personas. Cuatro vagabundos sin patria, sin corazón, pero con poderosas razones.
Ella sonrió y compartió carmín con su marido por última vez, mientras su mano astuta burlaba al despistado camarero dejando caer sutilmente un par de gotas en la copa de su acompañante. Jamás un beso ha vuelto a ser tan de judas.
- Oh, no quiero que te preocupes. Sólo estaba pensando… ya sabes… si volvería atrás. Qué hubiera pasado si tal noche como ésta te hubiese rechazado. ¿Cómo habría sido mi vida…?
-Ya no tiene sentido pensarlo- respondió Él, tajante.
-Yo no estaría tan segura, mi amor. Hay maldiciones que pueden romperse… ¿piensas alguna vez en la muerte?
-No. Tengo aún demasiadas cosas por hacer…
-Lo sé, lo sé. Demasiado papeleo, ¿no es cierto?- derrochó otra sonrisa, encantada, extasiada, con un fondo de dulzura incomparable- seguramente yo no entre en ninguno de tus planes… ¿cuántos años más calculas llenos de mi vacío?
-No seas injusta. Sabes que el trabajo me quita la vida…- precisamente en ese momento, ¿por qué no en otro? apuró el fondo de su vaso… y con él muchas más cosas.
A ella se le escapó una risita chirriante, morbosa.
-A veces eres tan encantador… tan ingenuo… la vida sólo puede ser arrebatada por algo más poderoso que ella- se hizo un silencio- en fin, ¿nos vamos?
-Nos vamos- sentenció él, dejando unas monedas sobre la mesa. Ella, en cambio, dejó en ese bar algo más valioso y significativo: un guiño furtivo.
Él murió esa misma noche. Y es que ya se sabe que hay hombres que no toleran el arsénico.
En cuanto a ella, las nieves del tiempo platearon su sien…